2007/02/04

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Tendría doce o trece años cuando pasé a encargarme de escribir las cartas a la familia de la Argentina, en aquel papel cebolla que años después volvería a encontrar en mis tiempos de oficinista cuando todavía se utilizaba como copia bajo el papel de calco.

No pensé que fuera a conocer nunca a Fernando. Entonces nos escribíamos cada tres o cuatro meses, por no perder la relación, por aquello de la sangre, pero ni en una ni en otra parte del Atlántico habíamos pensado seriamente que nos fuéramos a ver nunca. Años después, pudimos hablar alguna vez por teléfono. Fue una gran alegría oírle. Con la salvedad de su inevitable acento argentino, tenía el habla del tío Aquilino. Ya nos lo habían dicho lo mucho que se parecían en eso los de casa Eulalia, cuando fueron al Mundial de Argentina y aprovecharon para visitar a sus parientes y, de paso, a los nuestros. Todavía sigue en la mesa de la salita el equipo de mate que nos mandaron entonces.

Cada vez que hablábamos le decíamos que cómo no venía a conocer esto, que había una cama en casa.

Un mal día, al llegar de clase, encontré a mi padre callado y serio, en contra de su proceder habitual.
- ¿Pasa algo, papá?
- Que viene tu tío Fernando.
- ¿Qué Fernando?
- El de Argentina.
- ¡Qué bien! ¿no?
- Que viene para quedarse.
- Bueno, ¿no tenemos libre la cama de la abuela? Por unos días…
- Que viene para siempre, que no vuelve.
- ¿Y Amalia, la mujer?
- ¿No te acuerdas que se murió? Tu madre, tanto decir que viniera, que viniera, ahora ahí lo tiene.
- ¿Y cuándo llega?
- El diez y ocho llega a Ranón y hoy estamos a tres.

La mañana siguiente mi amigo Juan, el que estudia Filología Inglesa, me contó, que tenía que dejar el piso que ocupaba con otros estudiantes porque el dueño lo necesitaba para un hijo que se acababa de separar. Además, que ahora, con los parciales encima, no tenía tiempo de andar buscando piso. Le dije que, ante lo imprevisto de la situación, si quería venir a mi casa, que podía quedarse hasta fin de curso en la habituación que teníamos libre, que él ya conocía por haberse quedado algún fin de semana.

El día diecisiete Juan se instaló en mi casa.

El dieciocho mis padres fueron a buscar a Fernando al aeropuerto. Yo no pude. Era la presentación de un seminario en el que me había inscrito y que sumaba créditos para los futuros sociólogos. Se titulaba “Ante el retorno de los emigrantes. Variables económicas y sociales. Primera parte”.

La segunda parte se anunció para la primera semana de julio, con el título “Ante el retorno de los emigrantes. Experiencias”. Me apunté.

Me senté, como siempre, hacia el medio. Cuando los ponentes y los invitados se dirigían a la mesa presidencial, distinguí entre ellos al tío Fernando.
- Me voy.
- ¿Te pasa algo?

Me levanté, cogí la carpeta y simulé una mueca de entre fastidio y dolor.
- Me duele la barriga. Tengo un poco de malestar.
- ¿Te acompaño?
- No, me pasa a veces, no es nada importante.

Fui directamente hasta la sede del Partido Socialista y firmé la baja de las Juventudes Socialistas. En la casilla de motivo puse la cruz en “Otros”. Entregué el carné y lloré.

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