2007/12/11

EL SEÑOR PRESIDENTE, de M. Ángel Asturias (prólogo, extractos, epílogo)

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Como ya anticipaste hace unas semanas, EL SEÑOR PRESIDENTE, de Miguel Ángel Asturias, no es un libro de los que podrías leer mientras viajas en un tren o en un autobús. No. Tuviste que leerlo con introducción, en silencio y cuando el reloj no apremiara. Por momentos resultó difícil su lectura, pero si no sonara cursi podrías decir que muchos párrafos tienen una plasticidad onomatopéyica, y no vas a seguir con rimbombancias so pena de acabar escribiendo en tinés. Dájalo ahí porque corres el riesgo de tener que soportar los zurriagazos que algún anónimo ya anunció ante el ofrecimiento que realizaste en un artículo anterior.

EL BURDEL
También caían en las primeras horas de la noche muchachos inexpertos. Entraban temblando, casi sin poder hablar, con cierta torpeza en los movimientos, como mariposas aturdidas, y no se sentían bien hasta que no se hallaban de nuevo en la calle. Buenas presas. Al mandado y no al retozo. Quince años. “Buenas noches”. “No me olvides”. Salían del burdel con gusto de sabandija en la boca, lo que antes de entrar tenía de pecado y de proeza y con esa dulce fatiga que da reírse mucho o repicar con volteadora. ¡Ah, qué bien se encontraban fuera de aquella casa hedionda! Mordían el aire como zacate fresco y contemplaban las estrellas como irradiaciones de sus propios músculos.
Después iba alternándose la clientela seria. El bien afamado hombre de negocios, ardoroso, barrigón. Astronómica cantidad de vientre le redondeaba la caja torácica. El empleado de almacén que abrazaba como midiendo género por vara, al contrario del médico que lo hacía como auscultando. El periodista, cliente que al final de cuentas dejaba empeñado hasta el sombrero. El abogado con algo de gato y de geranio en su domesticidad recelosa y vulgar. El provinciano con los dientes de leche. El empleado público encorvado y sin gancho para las mujeres. El burgués adiposo. El artesano con olor de zalea. El adinerado que a cada momento se tocaba con disimulo la leopoldina, la cartera, el reloj, los anillos. El farmacéutico, más silencioso y taciturno que el peluquero, menos atento que el dentista…
La sala ardía a media noche. Hombres y mujeres se quemaban con la boca. Los besos triquitraques lascivos de carne y de saliva, alternaban con los mordiscos, las confidencias con los golpes, las sonrisas con las risotadas y los taponazos de champán con los taponazos de plomo cuando había valientes.
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ENCUENTRO CASUAL ENTRE EL INDIO Y EL GENERAL CANALES, QUE HUYE A LA FRONTERA (se supone que Miguel Ángel Asturias con las vocales cursivas habrá querido reflejar sonidos casi mudos)
- Cuande salí del hospital me vinieren a avisar del pueble que se habien llevade a los hijes al cupo y que por tres mil peses los dejaban libres. Como los hijes eran tiernecites corrí al comandancie y dije que los dejaren preses, que no me los echaren al cuartel mientres yo iba a empeñer el terrenite para pagar tres mil peses. Juí al capital y allí el licenciade escribió la escriture de acuerde con un siñor extranjiere, diciende que decien que daban tres mil peses en hipoteque, pero jué ese lo que leyeren y no jué ese lo que me pusieren. A poque mandaren un hombre del juzgade a decirme que saliere de mi terrenite porque ya no era mie, porque se lo habíe vendide al siñor extrenjere en tres mil peses. Juré por Dios que no ere cierte, pere no me creyeren a mí sino al licenciade y tuve que salir de mi terrenite, mientres los hijes, no ostante que me quitaren los tres mil peses, se jueren al cuartel; une se me murió cuidando el frontere, el otre se calzó, como que se hubiera muerte, y su nane, mi mujer, se murió del paludisme… Y por ese, tata, es que robo sin ser ladrón, onque me maten a pales y echen al cepo.
- …¡Lo que defendemos los militares!.
- ¿Qué decis, tata?
En el corazón del viejo Canales se desencadenaban los sentimientos que acompañan las tempestades del alma del hombre de bien en presencia de la injusticia. Le dolía su país como si se le hubiera podrido la sangre. Le dolía afuera y en la médula, en la raíz del pelo, bajo las uñas, entre los dientes. ¿Cuál era la realidad? No haber pensado nunca con su cabeza, haber pensado siempre con el quepis. Ser militar por mantener en el mando a una casta de ladrones, explotadores y vendepatrias endiosados en mucho más triste, por infame, que morirse de hambre en el ostracismo. A santo de qué nos exigen a los militares lealtad a regímenes desleales con el ideal, con la tierra y con la raza…
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CON EL COCHERO A ENTREVISTARSE CON EL PRESIDENTE PARA SALVAR A SU MARIDO
Y ordenó al cochero que la llevara a la casa de campo del Presidente lo más pronto posible, más su prisa era tal, su desesperada prisa, que a pesar de ir los caballos a todo escape, no cesaba de reclamar y reclamar al cochero que diera más rienda… ya debía esta allí… Más rienda… necesitaba salvar a su marido… Más rienda…, más rienda… más rienda… Se apropió del látigo… Necesitaba salvar a su marido… Los caballos, fustigados con crueldad, apretaron la carrera… El látigo les quemaba las ancas… Salvar a su marido… Ya debía estar allí… Pero el vehículo no rodaba, ella sentía que no rodaba, ella sentía que no rodaba, que las ruedas giraban alrededor de los ejes dormidos, sin avanzar, que siempre estaban en el mismo punto… Y necesitaba salvar a su marido… Sí, sí, sí, sí, sí… - se le desató el pelo-, salvarlo… -la blusa se le zafó-, salvarlo… Pero el vehículo no rodaba, ella sentía que no rodaba, rodaban sólo las ruedas de adelante, ella sentía que lo de atrás se iba quedando atrás, que el carruaje se iba alargando como el acordeón de una máquina de retratar y veía los caballos cada vez más pequeñitos… El cochero le había arrebatado el látigo. No podía seguir así… Sí, sí, sí, sí… Que sí…, que no…, que sí…, que no… que sí…, que no… Pero ¿por qué no?... ¿Cómo no?... Que sí…, que no…, que sí…, que no… Se arrancó los anillos, el prendedor, los aritos, la pulsera y se los echó al cochero en el bolsillo de la chaqueta, con tal que no detuviera el coche. Necesitaba salvar a su marido, pero no llegaban… Llegar, llegar, llegar, pero no llegaban… Llegar y pedir y salvarlo, pero no llegaban… Estaban fijos como los alambres del telégrafo, como los cercos de chilca y chichicaste, como los campos sin sembrar, como los celajes dorados del crepúsculo, las encrucijadas solas y los bueyes inmóviles.
(…)
El carruaje se detuvo. La calle seguía, pero no para ella, que estaba delante de la prisión donde, sin duda… Paso a paso se pegó al muro. No estaba de luto y ya tenía tacto de murciélago… Miedo, frío, asco; se sobrepuso a todo por estrecharse a la muralla que repetiría el eco de la descarga… después de todo, ya estando allí, se le hacía imposible que fusilaran a su marido, así como así; así, de una descarga, con balas, con armas, hombres como él, gente como él, con ojos, con boca, con manos, con pelo en la cabeza, con uñas en los dedos, con dientes en la boca, con lengua, con galillo… No era posible que lo fusilaran hombres así, gente con el mismo color de piel, con el mismo acento de voz, con la misma manera de ver, de oír, de acostarse, de levantarse, de amar, de lavarse la cara, de comer, de reír, de andar, con las mismas creencias y las mismas dudas….
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Y enlazas este relato terrible con lo que oíste en el Telediario de las tres: que la policía francesa confirmó la identidad de un terrorista por la prueba del ADN sobre el cepillo de dientes que olvidaron en un asiento. Y te preguntas como gente de esa banda, tan pulcra con su cuerpo, con el mismo color de piel, con el mismo acento de voz, con la misma manera de lavarse la cara, de lavarse los dientes, pudo mantener a Ortega Lara en las condiciones que tuvo que soportar.

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